El aire no entra con facilidad en el cuerpo cuando estamos estresad@s, los músculos se tensan, la mandíbula se aprieta, el corazón late más disparatado, la mente se cierra. El estrés duele, un dolor que puede pasar inadvertido en el tempo que vivimos.
Porque… ¿qué es el estrés? Es la movilización de los recursos energéticos del organismo para dar respuesta a una urgencia. Para que una vez se ha atendido, podamos volver a un estado de reposo físico y emocional, podamos volver a entrar en calma. Es por esto que el estrés en sí mismo no tiene bondad ni maldad. Si quiero escribir este artículo, es útil preparar la energía de mi organismo para poner toda mi atención en lo que quiero decir. Si no duermo pensando en el artículo, lo escribo entre sueños y durante el día me desgasto dándole demasiadas vueltas, ya la energía se me ha desparramado. ¿Es útil? Quizás ya no.
Entonces, podemos decir: ¡ya está! ¡Entiendo el estrés! Me sirve cuando tengo que atender un asunto con premura.
Sin embargo, ¿y si cada día es una carrera de obstáculos? ¿y si la urgencia se vuelve cotidianidad? Aquí entra en acción el tempo en el que vivimos. Un tempo cuyo lema “más es mejor” va llenando las agendas de grandes y pequeñ@s de actividades, tareas y multitud de necesidades insatisfechas. Entonces es cuando poquito a poco, casi pasito a pasito, el estrés va haciendo mella y doliendo en el cuerpo: las cervicales se resienten, el lumbago aprieta, los ojos pesan. La mente se apresa en una cárcel de tareas y tomar aire se vuelve una huida al futuro.
Me gusta decir que hay mucha meditación en nuestr@s abuel@s cuando salían al fresquito de sus puertas cayendo la tarde. Parecía que no hacían nada, y quizás ahí esté la clave de su sabia longevidad. Poder parar en lo que acontece sin tarea, volver al estado de reposo en el que la respiración se abre, los músculos se relajan, el cuerpo pesa y la mente se abre. ¿Cuál es tu manera de volver a casa?